la alegría de la disolución


No pasaba mucho en el sueño o, si pasaba, no lo recuerdo. Me acuerdo de él: estaba a mi lado. Lo veía probar en su teléfono, fascinado, toda clase de filtros dinámicos: de aquel modo, me decía, podía convertirse lo mismo en carismática anguila eléctrica que en el más luminoso girasol de la mañana, todo en breves clips de video que compartía después en internet. Apenas probaba uno, me lo mostraba: todos los filtros dejaban ver su cara, reproducida hasta el infinito, su exultante sonrisa, y eran hasta cierto punto divertidos. Hubo, sin embargo, uno del que no me olvido más. La cara mil veces repetida, su imbatible sonrisa tenían ahora el cuerpo de un dibujo de ocho bits que brincaba, a lo largo y ancho de la pantalla, al ritmo de la banda sonora de algún videojuego de los ochenta. De pronto, aquel engendro digital empezaba a girar frenéticamente hasta que, sin que tal desenlace nos resultara triste, sino más bien feliz, estallaba en incontables píxeles y se perdía, para siempre, en un patrón de puntos multicolores en apariencia aleatorios que nos hacía reír y parecía bueno.

22.10.20

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